Como ya sabéis, o probablemente
no porque no hablo mucho de mi persona, dado que prefiero mantener este halo de
misterio, cojo el metro a menudo en esta mi misteriosa vida personal. Soy lo
que se conoce como pro transporte público, pro reciclaje, pro consumo
responsable, pro filáctico. La cuestión es que en los vagones se desarrollan
historias de todo tipo, disparatadas, absurdas, interesantes, tristes y toda la
sarta de objetivos que se os ocurran; historias de las que yo soy testigo y que
creo que merecen la pena ser contadas.
Así, con mi peculiar estilo, voy
a dedicarme a narraros una serie de historietas que han sucedido en mis
diversos viajes en metro. A esta serie de entradas la titularé Historias del Metro.
¿Por qué? Porque son historias que suceden en el metro de Madrid y porque hoy
no estoy inspirado. Es broma, sí que estoy inspirado.
Próxima estación: Avenida de la Inocencia, correspondencia con Línea
091
Las gotas de lluvia impactaban
contra el cristal de la ventana de su habitación con fiereza, como si una
veintena de pájaros carboneros estuviera picoteando el vidrio
desacompasadamente. Llegaba tarde a su cita, como de costumbre, no tenía tiempo
de buscar un paraguas entre la maraña de abrigos y complementos que albergaba
su armario; en aquel momento lamentaba tener un exquisito gusto por la moda y
no ser de los que se guiaban por el lema de “los vaqueros van con todo”.
Pero David estaba dispuesto a
arriesgar. Así, agarró su gorro de lana, aquel que le daba apariencia de un
apuesto adicto a la metanfetamina, se calzó unas deportivas y salió de su casa
como alma que lleva el viento. Sus piernas se movían con la agilidad de un
atleta jamaicano, las calles de Madrid eran su pista de atletismo. Calado hasta
los huesos, el joven corredor llegó a la boca de Metro, donde halló refugio y
pudo escurrir su ahora empapado gorro de lana.
Sin dudar, tomó el tren rumbo a
Atocha, donde tenía previsto asistir a un seminario sobre las propiedades
balsámicas de las flemas. No fue hasta pasadas unas paradas cuando un
acontecimiento lo llevó a desviar su atención de la pantalla de su teléfono
móvil.
Enfundada en un uniforme escolar,
una tímida niña de apenas ocho años permanecía sentada en uno de los asientos.
Sus piernas balanceaban en el borde mientras compartía los hechos más
destacados de su día de colegio con su madre. De pronto, el vagón se detuvo,
dando lugar al típico intercambio de pasajeros. Entre ellos se hallaba un
encorvado anciano que parecía estar arañando sus últimos días de vida.
Inmediatamente, este hombre captó la atención de la niña, quien sin vacilar le
cedió el asiento al anciano. Todos los presentes sonreían con ternura ante el
hermoso gesto que acababa de tener alguien tan joven.
Tal historia sería perfecta para
un cortometraje de Pixar, si no fuera porque acto seguido el débil anciano le
ofreció a la niña enseñarle su colección de juguetes, conservada en su casa,
probablemente sin ventanas. Sería una historia navideña de no ser por el hecho
de que el anciano confesó sentirse muy solo entre sus cuatro paredes y desear
algo de compañía. Podría haber concluido la historia si no fuese porque su
madre agarró a la niña del brazo cuando el anciano fingió robarle la nariz y
esconderla en el bolsillo del pantalón para después decirle a la joven que ella
debía recuperarla con sus propias manos. Afortunadamente, la madre, en compañía
de su hija, abandonó el vagón en la próxima estación, evitando así que aquel
hombre le robara algo más que la nariz a su inocente hija.
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